A Paco le encantaba el chocolate con
churros. Pero no en cualquier parte. Tenía la costumbre de ir todas
las tardes a la cafetería Rondas de la plaza Moyua a tomar su
chocolate con churros. Empezó a hacerlo hace unos diez años, en
septiembre de 1927, cuando su mujer empezó a enfermar. Cuando eran
jóvenes, a ella le encantaba que él la llevara a tomar chocolate
con churros a esa cafetería. Para ella, esos eran no solo los
mejores churros de Bilbao, sino de todo el mundo. Cuando murió, Paco
estaba tan acostumbrado a dirigirse a ese lugar a la misma hora todos
los días, que siguió haciéndolo.
Solía ir a eso de las 17 horas. Nada
más llegar, saludaba a Carlos, el veterano camarero. Se sentaba
siempre en el mismo sitio. Tenía una suerte nata, pues la cafetería
hacía esquina en una de las calles que rodeaban la plaza, y Paco
siempre llegaba cuando la mesa del ventanal de esa esquina estaba
libre. De esta manera, Paco podía observar todo lo que sucedía en
la plaza, a la vez que ver todo lo que ocurría dentro de Rondas.
Y así, se pasaba toda la tarde con la docena de churros, observando
a un lado y a otro, interior y exterior. A veces, tenía que pedir
que le volviesen a calentar el chocolate, pues se le quedaba frío, y
Paco aborrecía las cosas frías.
Pero
en los últimos meses, Paco tenía otra razón para ir a Rondas
a tomar su chocolate con churros.
Era un
día como otro cualquiera. Paco miró el reloj: las 18:28. Alzó la
vista hacia la puerta de entrada, que se abrió en ese instante. Y
entró ella. Recordaba la primera vez que la había visto: hace dos
meses, exactamente. Una chica de unos 25 años, muy delgada y de tez
nívea, vestida con un abrigo de piel y guantes en las manos, que
entró caminando decidida pero con la cabeza gacha, y se sentó en la
otra esquina del local, enfrente de Paco. Pedía un vaso de agua, se
quitaba los guantes y dejaba que su vista se perdiera mirando por el
ventanal, hasta las 19:28. Volvía a ponerse los guantes, bebía el
vaso de agua de un trago, y se marchaba rápidamente de la cafetería,
dirigiendo una mirada de adiós disimulado a Carlos.
Las
primeras semanas, la mujer miraba nerviosa el reloj una y otra vez,
cómo esperando a alguien, pero ese día, ni esa semana, ya no miraba
nada. Solo se sentaba, y al de una hora exacta, abandonaba Rondas.
Por eso, ese día Paco decidió hacerle la tarde un poco más cómoda.
Pidió a Carlos que le sirviera un chocolate con churros todos los
días, y lo cargara a su cuenta. La mujer se volvió sorprendida
hacia el camarero que le llevó la bandeja, y este señaló en
dirección a Paco. La mujer le miro con una expresión entre sorpresa
y desconfianza en el rostro, pero acto seguido sonrió y asintió, en
forma de agradecimiento. Se comió los churros y bebió el chocolate
con ganas. Después, siguió mirando por la ventana.
Desde ese primer
día en el que la mujer entró, Paco no dejó de contemplar su
mirada, que se perdía a través del ventanal. Esa mirada de ojos
oscuros y profundos, que veía pasar el tiempo, la vida, con
paciencia y desesperación mezclada, como nunca antes se había
visto.
Pero
un lluvioso día de otoño, ella no apareció. Nadie entró por la
puerta de Rondas a las
6 y 28 de esa tarde. Ni en ese día, ni nunca más.
Paco seguía yendo
todos los días a la cafetería, y no apartaba la mirada de la puerta
en toda la tarde. A veces, daba un bote creyendo que era ella. Pero
no, ninguna de las que entraba tenía ese andar, ni esa piel.
Un día, cuando
Paco se despedía, Carlos le dijo:
-¿Al final volvió,
sabes?- Paco puso cara de extrañeza, sin saber de qué le hablaba el
camarero.-El marido de Cristina, finalmente volvió sano y salvo de
la guerra.
Ese
fue el último día que Paco fue a Rondas.
A partir de ese día, decidió ocupar su tiempo con otra cosa, como
coleccionar coches de miniatura.
FIN
Iñigo
Zugadi Humayor